Da vergüenza estar sola. El día entero arde un rubor terrible en su mejilla. (Pero la otra mejilla está eclipsada).
La soltera se afana en quehacer de ceniza, en labores sin mérito y sin fruto; ya la hora en que los deudos se congregan alrededor del fuego, del relato, se escucha el alarido de una mujer que grita en un páramo inmenso en el que cada peña, cada tronco carcomido de incendios, cada rama retorcida, es un juez o un testigo sin misericordia.
De noche la soltera se tiende sobre el lecho de agonía. Brota un sudor de angustia a humedecer las sábanas y el vacío se puebla de diálogos y hombres inventados.
Y la soltera aguarda, aguarda, aguarda.
Y no puede nacer en su hijo, en sus entrañas, y no puede morir en su cuerpo remoto, inexplorado, planeta que el astrónomo calcula, que existe aunque no ha visto.
Asomada a un cristal opaco la soltera -astro extinguido- pinta con un lápiz en sus labios la sangre que no tiene. Y sonríe ante un amanecer sin nadie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario